lunes, 17 de marzo de 2014

En busca de Isla Fortuna (Parte 2)


Nota: En los últimos blogs, compartimos nuestras ideas sobre la forma en que pensamos podría ser el futuro, y cómo las diferentes áreas dentro de Amadeus pueden contribuir a construir el futuro de los viajes. Hoy nos gustaría transportarle a un futuro próximo para ver cómo podrían ser los viajes dentro de algunos años a través de una corta historia. 

Dylan se encontró de pie en el andén de Chumphon a últimas horas de la tarde. El zumbido de las moscas y los gorjeos de los gecos resonaban por las vías.

"Imposible llegar al ferry a tiempo", gruñó Dylan secándose el sudor de la frente. El aire era húmedo como el de una sauna.

"Confía en mí, toma un taxi al embarcadero 31. ¡Y no pagues más de veinte e-dólares!".

Un viejo taxista de pelo canoso condujo a Dylan a través del laberinto de casas, templos budistas y mezquitas. 

A Dylan le latía con fuerza el corazón en el pecho. Cada semáforo en rojo, cada atasco, le hacían morderse el puño. ¿Llegarían algún día? Entonces, los edificios se abrieron para mostrar un mar azul como el zafiro. Barcas de pesca se mecían a lo largo de un muelle de madera.

"¿Qué pasa?", dijo Dylan sofocado.

Un pequeño grupo de jóvenes mochileros se había reunido en el embarcadero 31. El ferry removía el agua con los motores mientras la tripulación miraba desconcertada. Cuando Dylan bajó del taxi, la multitud lo animó.

"¡Vamos, Dylan!", gritaban.      

Dylan, demasiado aturdido para hablar, embarcó y dijo adiós con la mano mientras el barco abandonaba resoplando el puerto. Durante unos instantes no hizo nada, se quedó inclinado en la cubierta, mirando las olas cristalinas. Entonces sacó la tableta.

"Un 'flash mob'", dijo Lorie sonriendo. "Hice correr la voz de que, si no subías a ese ferry, ibas a perder la oportunidad de tu vida. Ha sido impresionante la cantidad de gente que estaba dispuesta a ayudar. Le han suplicado al capitán que se demorara lo suficiente como para que pudieras llegar".

Dylan vació el pecho con una exhalación en un arrebato de confianza.
"Lorie, ahora nada nos va a parar".
Una ola inusualmente grande golpeó la proa. El barco se escoró bruscamente y lanzó a Dylan contra la borda. La tableta se le escapó de las manos. Cayó al agua y desapareció en las profundidades del mar.

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Ko Chokdee surgió del mar como una joya, una tierra tallada en esmeralda y jade. Mangos, plátanos y papayas salpicaban las colinas en un mosaico de verdes. Una arena blanca rodeaba la costa. El mar era de un bello color turquesa.

Pero esta belleza pasaba desapercibida para Dylan, que recorría con abatimiento la distancia del ferry a la hilera de tiendas de madera. Por culpa de su exiguo presupuesto, sólo disponía de un dispositivo móvil: la tableta que ahora yacía en el fondo del Golfo de Tailandia. Todos sus planes y demostraciones del VPA estaban allí. Y lo que es peor, allí estaba Lorie. Se encontraba en una isla remota a kilómetros de un cibercafé. Ni siquiera sabía dónde se celebraba la conferencia sobre software. El sol era invisible para Dylan, perdido como estaba en la niebla de la desesperación.

Una mano le tocó el brazo. Era una mujer que rozaba los setenta años, vestida con el inevitable uniforme de turista de camiseta y pantalón corto. Se quitó el sombrero de paja y un mechón de pelo plateado ondeó en la brisa marina.

"Disculpe, joven", dijo sonrojándose. "¿Es usted Dylan Howard?".

Él asintió.

"He recibido un mensaje de texto de alguien llamado Lorie".

Dylan abrió los ojos. Aquello era increíble.

"Dice que, al final de la calle, hay una tienda de telefonía donde venden móviles baratos. De hecho, allí fue donde compré este".     

El atardecer encontró a Dylan sentado fuera de un puesto de fideos, degustando un vaso de espumosa cerveza local y mirando ocioso los rickshaws que transportaban turistas. En la mesa había un móvil nuevo y reluciente. La tienda de telefonía sólo tenía móviles anticuados, ningún modelo con pantalla táctil interactiva, pero al menos Lorie podía comunicarse por mensajes de texto.

Tomó el móvil y repasó los mensajes de Lorie.

"No podemos hacer nada más esta noche. La pensión Somsak, enfrente de este restaurante, tiene una habitación libre". 

Dylan nunca se había sentido tan agotado. El cambio de zona horaria, el calor y la tensión del viaje se habían ido acumulando hasta dejarlo exhausto. Se preguntó si podría haber llegado tan lejos sin Lorie, siempre a punto para traducir una palabra o indicar la dirección correcta. La respuesta fue no.

Dylan pasó la tarjeta electrónica por el lector que sostenía el camarero y se arrastró hasta la pensión.

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Un gallo de magnífica voz despertó a Dylan al amanecer. Estaba tumbado bajo los pliegues de la mosquitera, observando cómo la pálida luz del día se filtraba por las persianas de la ventana. Se sentía seguro allí, arropado en una penumbra prenatal. Pero hoy era el gran día. Tenía que llegar al hotel, buscar la manera de entrar y convencer de algún modo a un grupo de poderosos ejecutivos para que le escucharan. En Inglaterra, el plan parecía factible. Ahora parecía precipitado. Tal vez debería escabullirse de vuelta al continente. Al menos, se ahorraría la humillación de un fracaso estrepitoso.

En la mesita de noche, empezó a sonar la alarma del teléfono móvil. Una vez más, Lorie había previsto sus necesidades. Revisó la bandeja de entrada de mensajes.

"Buenos días, Dylan. No desesperes. Al fin y al cabo, tú me inventaste".

Con una tímida sonrisa, Dylan se abrió paso para salir de la mosquitera. Después de una tonificante ducha fría, se dirigió a la casera de la pequeña recepción sin alfombras. Era una mujer rolliza de mediana edad, de piel canela y pelo negro azabache.

"Quisiera ir al Sandalwood Spa Resort", le dijo.

Ella se echó a reír como si hubiera dicho una soberana estupidez. Repitió la pregunta. Ella señaló enérgicamente al cielo con el índice.

"Única forma, señor. Única forma".

Dylan dio un paso atrás, confundido.

"¿Quiere decir en avión?".

Ella negó con la cabeza vigorosamente.

"No avión, otra cosa. No saber como decir en inglés".

"Ah, ¿quiere decir en un helicóptero?".

Ella asintió con idéntica vehemencia.

"Pero habrá carreteras".

"No carreteras, señor, jungla difícil".

"¿Entonces cómo llego hasta allí?".

La dueña se encogió de hombros y se marchó. Dylan sacó el móvil del bolsillo y tecleó nerviosamente una pregunta.

"Dicen que no hay carretera para ir al hotel. ¡Ayuda!".

Pulsó el botón de enviar. Al cabo de unos segundos, sonó un mensaje en el móvil.

"No hay carreteras asfaltadas, pero hay caminos. Alquila una bici en Tom’s Bike Shanty, en el edificio de al lado.

Pedalea hacia el oeste. Te enviaré las indicaciones. Y, Dylan, no olvides comprar agua para beber. Hay riesgo de golpe de calor".

Dylan besó el móvil, un gesto que hizo troncharse de risa a la casera. La ignoró y salió disparado hacia la puerta.

La colección de armatostes oxidados de la tienda del tal Tom dejaba bastante que desear. Dylan acabó con una bicicleta de carretera dos tallas más pequeña, pero tenía demasiada prisa como para ponerse a discutir. Era el último día de la conferencia, antes de que los seis grandes se marcharan.    


Pedaleó furiosamente por una carretera ancha y polvorienta, bordeada de viejos banianos. Sentados en el margen, algunos campesinos vendían arroz o cacahuetes hervidos envueltos en bambú. Dylan se había olvidado de desayunar y los aromas le distraían como un canto de sirena, pero no había tiempo que perder.

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